martes, 28 de junio de 2011

Tren de altos vuelos

Dibujo de Universo Pamp.

El tren partió de la playa.
Por la ventana se podía ver a un hombre en el mar, persiguiendo a unas páginas que volaban como gaviotas.
–Pobre Emilio, –dijo la mujer que se sentaba a mi lado– no se da cuenta de qué esos poemas tan grandes que compone han de volar libres.
A pesar de la edad que debía tener, aquella sonrisa le hacía parecer una niña, escribiendo en su cuaderno con estrellas.
–Hola, soy Esther, soy la cronista del tren ¿a donde vas tu?
–No lo sé –contesté, observando aquel vagón multicolor– ¿a donde va este tren?
Ella me sonrió, extrañada.

La azafata pasó, más guapa que nunca, repartiendo mantas y almohadas. Yo me agaché para que no me viera.
–Ay, ay, ay, –dijo la cronista– tu estás aquí por ella.
Afirmé con la cabeza.
–Pues no quiero fastidiarte la fiesta, pero ella está con el piloto.
–Lo sé –dije con la cabeza gacha.

Frente a nosotros había un hombre, con el brazo escayolado, que miraba furioso.
–Ese es Alejandro, es un gran escritor, –dijo Esther, sin dejar de escribir– está enfadado por lo de la mano, pero en este tren solo puede haber una cronista y esa soy yo.
Lo dijo así, como si nada.

Dejamos atrás el mar y nos adentramos en el desierto.
El tren se paró entre las dunas. Subieron una mujer y una niña cargando un enorme baúl.
–Esa es la pequeña Lali con su niñera, –la jodía se los conocía a todos– fue una de las grandes en el Folies Bergeré de París.
–¡Jo! –Exclamé– Pues mas que una niñera parece una...
La mujer me hizo callar con una sonrisa de las que matan.

La azafata entró para ayudarlas con el baúl. Yo me volví a esconder.
–Así no vas a conseguir nada, –me reprochó Esther– estas perdiendo la ocasión de portarte como un hombre.
El de la escayola me miraba, negando con la cabeza.
Ella se fue, después de colocar el baúl, tras mucho esfuerzo y sin la ayuda de ningún caballero.
–Ya te puedes levantar, Casanova. –Se burló la cronista.

Pasamos el desierto y el tren comenzó a subir por la ladera del monte.
Una lechuga salió rodando por el pasillo. Un hombre corría tras ella.
–¡Estate quieta, puñeta!
–Ese es Jose Antonio, –Esther se reía– siempre le pasa lo mismo.
Al llegar a la cima, el tren empezó a bajar. Ahora la lechuga rodaba para el otro lado, y su dueño detrás.
–¡Para ya, maldita!
La niña también se reía, todos lo hacían, todos menos yo, qué me veía a mi mismo, incapaz de perseguir a mi amada.

El proceso se repitió unas cuantas veces, hasta que el tren paró en el bosque.
Subió una niña, vestida de comunión, y un gnomo con chapela.
–Esa es Candi. –Dijo la cronista, haciendo una vez más, gala de su profesión.
–Si, y esa es su niñera. –Bromeé.
Ella me dio un cachete y me llamó idiota.
La pequeña parecía triste con ese atuendo. El gnomo le puso una corona de princesa, para disimular lo viejo y amarillo que estaba el vestido.
Por fin la vimos sonreir.

Apareció la azafata y yo me volví a esconder.
Alejandro me miraba, negando con la cabeza.
–Atención, señores pasajeros, en unos momentos despegaremos, mantengan sus cinturones abrochados, gracias.
–No te despistes, –Esther me dio otro cachete– vamos a hacer una cosa, yo te dibujo una estrella de mar y cuando ella vuelva se la das y le dices lo que sientes, de una vez, que me tienes harta.

El tren alzó el vuelo y la lechuga fue a parar a los pies de la pequeña princesa. Jose Antonio tropezó y cayó de rodillas. La niña le miraba asombrada. Entonces él, cortesmente le ofreció el rebelde vegetal.
–Alteza, le ruego acepte este presente.
El gnomo, siguiendo la broma, se quitó la chapela, dejando la calva a la vista, y se arrodilló, arrancándole una sonrisa a la princesa.
La pequeña Lali y su niñera se pusieron gorros de hadas y agitaron sus varitas mágicas, llenándolo todo de estrellas.
Alejandro, harto ya, rompió la escayola contra una butaca y se puso a tocar el laud. Una escena así lo merecía.

La azafata entró para ver qué era esa escandalera.
La cronista me empujó, y sin pensármelo tres veces, le entregué el dibujo.
–Pero ¿Qué haces aquí? –Preguntó sorprendida.
Solo me dio tiempo de decir "te amo", cuando apareció el piloto.
–Pero ¿Qué hace este tío aquí? ¿Tienes billete? ¡Fuera, fuera!
Mientras me echaba a patadas del tren, pude ver como ella se guardaba la estrella junto al corazón. Habría sido el momento más feliz de mi vida si no estuviera cayendo al vacío.

–¡Socorro!

Unas manos me agarraron, salvándome de la muerte.
Era un tipo raro qué iba con su hija, en una especie de globo. Estaban pintando las nubes de colores.
–¿Tienes por costumbre saltar de los trenes en marcha? –Bromeó.
Me levanté, sin tan siquiera dar las gracias y señalé más allá de las nubes.
–¡Rápido, tenemos que seguir a ese tren!
–Tranquilo, muchacho, –dijo sonriendo– no persigas nunca a los trenes ni a las mujeres, porque los perderás a ambos.
Desesperado, intenté explicarle su forma de mirarme, su manera de ignorarme, y como bailaba cuando estaba borracha. Le conté de aquella vez que me besó en la mejilla y dijo "qué voy a hacer contigo".
–¡Madre mía, que mujer! –Gritó alterado– ¡Haber empezado por ahí! ¡Chiqui, a toda máquina, tenemos que alcanzar a ese tren!

2 comentarios:

  1. Si, ya sé que este es muy largo, pero es qué es un homenaje a mis compañer@s del taller literario y ell@s son muy grandes...

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  2. Gracias, querido David. Se me antoja que este recuerdo, en estos momentos, es muy oportuno, pues a la vez rindes un merecido homenaje a quien acaba de tomar el último tren. Me sumo a tal sentimiento con el deseo de que se agoten para todos los billetes de partida. Un fuerte abrazo, amigo.

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